
LÓPEZ DEL CAMPO, Roberto.
Curiosa profesión esta en la que cuando se gana el mérito es de los jugadores y cuando se pierde la responsabilidad recae sobre el entrenador. Nadie obliga a uno a ser entrenador, por lo que la crítica es implícita al cargo y va con el sueldo. Así que, nada que objetar.
En cualquier campeonato solo puede existir un equipo por posición. Es decir, solo hay un primero, un segundo, un tercero… Esta exclusividad también se da en la parte baja de la clasificación, por lo que siempre hay un último, un penúltimo, un antepenúltimo… Todos los equipos que compiten tienen un entrenador y lamentablemente para la profesión, todos no pueden ser los primeros. Así que siempre va a tocar, más tarde o más temprano, explicar un mal resultado o una posición no deseada en la parte baja de la tabla clasificatoria.
Aunque para ser sinceros, pocos son los que buscan los porqués y se centran más en señalar rápidamente un culpable. Esta caza de brujas siempre acaba señalando al mismo.
No se puede resolver un problema si se falla en el diagnóstico y normalmente, la complejidad del fútbol no se puede reducir a un simple cambio. Aunque sea el más fácil de hacer.
La inmediatez del resultado manda. Ni siquiera se suele poner en entredicho la honradez profesional o el buen hacer que motivó su fichaje. Se trata, lisa y llanamente, de una cuestión de resultados.
Curiosa profesión esta en la que se culpa a uno por el fracaso de los demás. Aunque en las ruedas de prensa previas el entrenador siempre haya otorgado los méritos de la victoria al esfuerzo, trabajo y compromiso de sus jugadores; cuando llegan las derrotas, el entrenador parece ser él el único responsable. El éxito se atribuye a los otros mientras que el fracaso se personaliza en el entrenador. ¿No existe otra forma de medir a los entrenadores que por el simple resultado?
Pero cuando se es entrenador, esta realidad se conoce y asume con resignación. Da igual el trabajo, dedicación, pasión, conocimientos y victorias pasadas. El éxito de un entrenador es efímero. Basta una serie de malos resultados para estar fuera de juego.
Es como si antes de cada partido el entrenador escuchara una voz de ultratumba que le advirtiera: “Los que no garanticéis la victoria continúa, perded toda esperanza de ser considerados eficientes en vuestro trabajo”.
Aunque no debemos olvidar que el entrenador, como persona, no está exento de error. Y que no siempre la mala suerte, las decisiones arbitrales o la incomprensión de la directiva, jugadores, afición, prensa … son los culpables de su cese. El entrenador también puede equivocarse, realizar una mala gestión, errar en la estrategia o en el plan de partido, no elegir a los mejores jugadores, no tener los conocimientos o capacidades suficientes para resolver un problema o simplemente verse superado.
Lo fácil sería hacerse la víctima ante cualquier despido. Pero no todos los despidos son injustificados. El entrenador no tiene bula papal para que no se le pueda rescindir el contrato. El entrenador también tiene sus limitaciones y tiene que tener la autocrítica suficiente para reconocer su fracaso. Debe saber cuándo apartarse, Anteponiendo el interés del equipo a su intereses particulares. En definitiva, debe ser profesional.
El resultado negativo es una losa que suele caer sobre el entrenador con demasiada frecuencia. Ciertamente es más fácil cambiar una persona que a la mitad de una plantilla. Pero la complejidad de una situación deportivamente difícil requiere de un análisis pausado, objetivable, que permita detectar dónde están los problemas. La tiranía de la inmediatez no permite averigua el origen de los problemas y simplemente se decide romper por el eslabón más débil. Acertar en estos casos solo en cuestión de casualidad. Lo normal es que los problemas continúen y la situación se agrave. Aunque no debemos subestimar las competencias y capacidades del nuevo entrenador, ese mesías que es recibido como salvador. ¡Los resultados dictarán sentencia!